El día que La Gomera tuvo su propia televisión
Hoy cumple años mi abuelo Sito y quiero celebrarlo con una historia que explica su semblanza. Era 1986. Sólo habían pasado dos inviernos desde el incendio del 84 y San Sebastián de La Gomera seguía caminando en voz baja. Las persianas se quedaban a media altura, las conversaciones se cortaban en las esquinas y la plaza parecía un salón en penumbra donde faltaban sillas con nombre. Había ausencias que pesaban en cada fiesta suspendida, en cada tarde sin música; por eso el ánimo era de mausoleo, sobrio y frío, como si la isla respirara con cautela para no despertar el dolor.
En ese clima, no bastaba con esperar. Había que mover algo por dentro. La idea fue tomando forma entre bares, portales y pasillos del ayuntamiento, y se defendió en la comisión de fiestas con una convicción sencilla: no para olvidar, sino para poder recordar sin hundirse. Había que levantar un carnaval grande, devolver color y ritmo a las calles justo cuando más hacían falta. El de Santa Cruz ya sonaba fuera, y aquí tocaba demostrar que también sabíamos levantar la mirada.
Ahí entra mi abuelo. Impartía cursos de imagen y sonido para el INEM y no quería que sus alumnos se quedaran en la teoría. De aquella misma conversación que empujaba el carnaval salió la decisión de probarse en serio, en la calle. Llegó la semana grande del Carnaval de 1986 y la furgoneta, convertida en unidad móvil, respiraba como un taller vivo: el mástil subía, la antena buscaba horizonte, los cables corrían como venas bajo los pies. Dentro, mi primo Juan Manuel vigilaba monitores y vúmetros. Un zumbido breve, un fogonazo de nieve en la pantalla, la señal de La 2 que titubea, se corta un instante y, de pronto, cuadra. El negro se abre, aparece la carta de ajuste, luego una cortinilla, y estalla la luz del viejo Cine Don Álvaro, hoy Auditorio Insular de La Gomera. El foco calienta el escenario, las lentejuelas devuelven destellos, se adivina el murmullo del público y la cámara, firme, encuadra. Entonces, nítido, entra Miguel Olives y saluda a la isla como si llamara a cada casa por su nombre. Lo que había empezado como propósito compartido se volvió imagen. En salones y cocinas se hizo un silencio limpio, la emoción apretó la garganta y las manos buscaron el aplauso. Por unas horas, el pueblo se miró en la pantalla y se reconoció con orgullo.
La alegría tuvo su contraplano, como suele ocurrir cuando se empuja un límite. A los pocos días llegó el susto: la Guardia Civil citó a mi abuelo por un supuesto delito de emitir sin autorización sobre una señal pública. Hubo explicaciones, llamadas y un tirón de orejas; sin embargo, con el paso de las horas se fue entendiendo lo esencial. Aquello había sido una manera honesta de devolver voz, oficio y esperanza. Para los alumnos fue un antes y un después: aprendieron lo que significa sacar una retransmisión adelante y responder por ella. Entendieron que la técnica no es sólo cables y botones, sino responsabilidad con la gente a la que sirve.
No quedó sólo la anécdota. Quedó la enseñanza y, sobre todo, una sensación de ventana abierta. El incendio había dejado un cielo bajo; el carnaval, y aquella emisión en directo, lo levantaron un poco. San Sebastián tuvo su retransmisión pionera y valiente, hecha aquí, con manos de aquí, y en el centro estuvo mi abuelo, con su ingenio tranquilo y sus ganas de servir. Hoy, en su cumpleaños, no sólo le digo felicidades. Le doy las gracias por recordarnos que la técnica puede cuidar, que el conocimiento crece cuando se comparte y que la alegría, si se convoca, vuelve. Gracias a todos los que estuvieron y a la promoción del curso de imagen y sonido del INEM que se dejó la piel para que esa noche saliera adelante.
Felicidades, abuelo Sito. Si estuviste allí o lo viste en casa, cuéntame dónde estabas y qué recuerdas. Me encantará leerte.