Sáb. Oct 11th, 2025

Amistades cóncavas y convexas

Por Carlos Jesús Pérez Simancas
Existen vínculos que se curvan hacia adentro, como conchas que protegen lo frágil. Otros, en cambio, se abren hacia afuera, como alas o escudos que enfrentan el mundo. Las primeras acunan el dolor. Las segundas tensan los hilos del destino hasta hacerlos vibrar. Yo he tenido y tengo amigos de ambos tipos. Y hoy, desde esta mezcla de gratitud y ausencia, quiero hablar de dos de ellos: de Ruymán y de Miguel. Dos soñadores. Dos luchadores. Dos modos de estar en el mundo. Dos geometrías del alma.
Ruymán fue un joven de luz sencilla, de esas personas que nunca aprenden a odiar porque en su alma no hay lugar para la dureza. Un muchacho bueno, alegre, generoso. Lo conocí siendo casi un niño, a través de mi amigo Barroso. Íbamos juntos a los conciertos, con esa devoción juvenil que convierte las guitarras en banderas. Recuerdo, sobre todo, aquella noche en el ferry Armas, de Santa Cruz de Tenerife a Arrecife. Ruymán no durmió. Cantó, sin pausa, todo el repertorio de Los Porretas. Cada verso era una afirmación de libertad, un conjuro contra el vacío.
También Miguel cantaba. Pero lo suyo eran otras canciones: silenciosas, tenaces, canciones de esfuerzo. Lo conocí cuando los dos éramos niños en San Sebastián de La Gomera. Era un trasto encantador, de esos que desarman con la mirada y la insistencia. Lo castigaron un verano, quizás por una de tantas travesuras, y lo pusieron a trabajar junto a mi padre. Allí, entre cuchillos y sartenes, comenzó su camino. Sin saberlo, estaba encontrando su vocación: la cocina como arte, como resistencia, como alquimia.
Ruymán quiso volar, pero sin despegarse del suelo. Tenía heridas que no sabíamos nombrar, y deudas consigo mismo que lo empujaron a una huida sin mapa. En su exilio interior no encontró la salida, y se quedó allí, girando en una órbita de melancolía que lo fue desgastando. Era un satélite hermoso, pero sin planeta. Su ternura se volvió refugio, luego trinchera. No quiso endurecerse. No quiso aprender a sobrevivir. Como si vivir, de verdad, significara no ceder al cinismo. Y por eso, quizás, se fue tan joven. Espero que allá donde esté, haya encontrado ese camino que tanto buscaba. Que haya, al fin, una puerta donde su alma no tenga que golpear más.
Miguel, en cambio, decidió escalar. No por ambición vacía, sino por hambre de sentido. Empezó a construirse desde abajo, con paciencia de artesano y mirada de visionario. Y lo logró. Vitrinas, fachadas autografiadas, reconocimientos. Estrellas Michelín. Soles Repsol. Constelaciones culinarias. Ayer mismo, un premio nacional del Diario de Avisos lo fijó ya no como promesa, sino como faro. Un punto firme en el mapa para tantos jóvenes canarios que sueñan con la cocina como lenguaje. Y yo, que lo vi empezar, sé muy bien lo que le ha costado. Lo que le cuesta. Lo que aún le costará.
Ambos, Ruymán y Miguel, salimos del mismo lugar. Jóvenes, idealistas, desbordados por la vida. Luchamos con lo que teníamos a mano. Porque la vida, ya se sabe, no te espera. Cae de golpe, se abalanza, te exige respuestas antes de que aprendas siquiera a formular preguntas. A veces se convierte en losa. Otras, en abismo. Y tú sólo cuentas con tus manos, tus heridas, y ese fuego que algunos llaman talento y otros vocación. O quizás, sólo sea fe. Fe en uno mismo.
Ruymán fue luna menguante que no quiso alumbrar del todo. Miguel es sol de mediodía que arde sin pedir permiso. Ambos me enseñaron algo: que hay quienes eligen quedarse para proteger lo tierno, y quienes avanzan porque no tienen otra opción. Uno nos mostró la belleza de la fragilidad. El otro, la nobleza del esfuerzo. Ambos siguen conmigo. Uno en el recuerdo que me ablanda. El otro en la alegría que me alienta.
Como escribió Nietzsche, hay quienes nacen para bailar sobre la cuerda floja de los sueños. Y hay otros que la construyen mientras caminan. A Ruymán lo recordaré siempre con ternura. Como aquel joven que quiso tocar la luna, pero no se atrevió a despegarse del suelo. A Miguel, quiero decirle desde aquí que estoy profundamente orgulloso. Que su éxito no es sólo suyo. Es de todos los que alguna vez soñamos sin saber cómo se cumplían los sueños.
Las amistades cóncavas y convexas no son opuestas. Son parte de una misma esfera. La vida, al final, no se deja entender desde un sólo ángulo. Pero si uno se detiene a mirar, con el corazón abierto, con los ojos entornados, puede que descubra que todos giramos dentro del mismo cielo, buscando el mismo fulgor. Y que, de una manera secreta y hermosa, aún estamos juntos.
Dedicado a Ruymán Medina Cabrera. Que en paz descanse.
Gracias por leerme.

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