Nuestra Abuela, Luz de Verano
No sé escribir hoy como otras veces. No sé ordenar los recuerdos ni escoger una anécdota entre tantas. Hoy sólo sé que se ha ido mi abuela, nuestra abuela, y que las palabras se me deshacen en las manos, como hojas secas llevadas por el viento.
Sólo me queda intentar explicarte, aunque nunca la hayas conocido, quién era ella en nuestro mundo, qué sigue siendo. No en los nombres ni en las fechas, sino en la luz que dejó encendida en nosotros, en la manera en que su ausencia todavía llena la casa, como un perfume que no se resigna a marcharse.
Mi abuela era el verano. No un verano cualquiera, sino esa estación eterna en la que la luz lo llena todo, donde hasta el polvo parece brillar en el aire. Ella era la vida en su forma más cálida. Era el pilar oculto que sostenía la casa, la familia, el alma entera, sin pedir nunca un aplauso, sin pedir nunca nada. Ella sólo daba y entregaba lo mejor de sí.
Ella estaba detrás de todo lo que amábamos, como el agua que sostiene el cauce de un río y, sin embargo, permanece invisible.
Mi abuela creó el lugar donde crecimos: una casa iluminada por risas, por calderos que no se apagaban nunca, por la música de platos y vasos que parecían conversar entre ellos. Crecimos tan felices que a veces me pregunto si no fue un milagro cotidiano, una bendición derramada día tras día sobre nosotros.
En aquel hogar siempre había sitio para quien llegara. Los calderos, colmados de guisos que perfumaban la casa entera, hervían en la cocina como si esperaran a alguien más. Y cada mañana, llegaban sacas de pan recién horneado, como si el panadero supiera que allí nadie podía quedarse sin su trozo de alegría. Podías despertar cualquier día y ver a cuarenta personas desayunando juntas, café con leche en las manos, mantequilla deslizándose sobre el pan tibio, voces entrelazándose como hilos de un mismo telar.
Mi abuela nunca levantó la voz. No le hacía falta. Se hacía respetar con el cariño, con esa serenidad que sólo poseen quienes han entendido el misterio de la bondad verdadera.
Tres veces la vida la atravesó como un rayo. Tres hijas le fueron arrebatadas, y aun así, no se dobló. Siguió en pie, como un árbol que ha aprendido a bailar con la tormenta. Nos enseñó, no con palabras, sino con su ejemplo silencioso, que la familia era el refugio último, que cuando todo dolía, uno siempre podía volver a casa, sentarse en la terraza, buscarse en la mirada de los otros y encontrar consuelo en un café compartido.
Cada domingo, en los años en que estudiábamos fuera, nos llamaba. Primero a mí, luego a Eric, luego a Jacobo, como quien recita de memoria los nombres de sus promesas. Nos esperaba con una pizza sencilla y nos deslizaba dos mil pesetas en la mano, con una sonrisa traviesa: «Que no se entere tu madre». Y en aquel gesto cabía toda la ternura del mundo.
Así era con todos. Cada uno de sus nietos, sin excepción, recibió algo único: una palabra, un abrazo, un silencio compartido. Mi abuela Pepa tenía ese don raro de acercarse a cada uno como si leyera su corazón, de encontrar para cada uno un espacio propio en su cariño inmenso.
Mi abuela nunca preguntó quién eras, ni a quién amabas, ni de dónde venías. La puerta de su casa era un umbral sagrado donde todos los caminos eran válidos. Aquel don lo había heredado de su abuela Pepa, de quien hablaba con esa nostalgia suave que se posa en los ojos como un atardecer.
Hoy, allá donde ahora habite, la imagino encontrándose con su madre Maye, con sus hijas perdidas, con su abuela Pepa. Hoy vuelve a la casa mayor, esa donde ya no existe el dolor.
Podría llenar páginas enteras hablando de ella. Podría pasarme la vida nombrando todo el bien que sembró. Pero no quiero que todo esto quede atrapado sólo en palabras.
Quiero que viva en nosotros. Y ahora también en vosotros.
Quiero que cada vez que alguien cruce nuestra puerta encuentre un plato caliente, una cama limpia, un abrazo verdadero. Quiero que, cada vez que la vida golpee, sepamos sentarnos en la terraza, como ella nos enseñó, y volver a empezar.
Porque venimos de una gran mujer.
Y su amor, su manera de habitar el mundo, es ahora nuestro verdadero hogar.
Y cuando la luz decline y el café perfume la tarde, sabremos que seguimos sentados en su terraza, bajo su mismo cielo, el de Pepa.