La patria secreta del verano
Recuerdo los veranos de mi niñez en Playa Santiago, como quien recuerda una patria secreta que ya no existe, una patria levantada con la luz primera de julio y con el rumor constante del mar, una patria de infancia que se ha quedado para siempre en la memoria. Eran mañanas cálidas, mañanas interminables, cuando el sol, apenas a las diez, despuntaba sobre las playas de callaos, bruñidos, ardientes, quemándonos las plantas de los pies, mientras corríamos descalzos hacia esas aguas transparentes, tranquilas al principio, espejos de sal que se rompían con la primera zambullida. Y allí, con la piel encendida, nos recibía el mar, con las colchonetas rojas y azules esperándonos, con las boyas rosadas de corchopán ajustadas a la cintura, abrazándonos como un dios antiguo, riendo con nosotros, tatuándonos con el salitre un alfabeto secreto que sólo la infancia sabe leer.
La brisa marina movía los papelillos de fiesta, que no eran simples adornos, sino voces de luz, girando como un coro invisible, como un canto alto y sereno que parecía llegar del cielo para anunciar el júbilo, y todo el pueblo respiraba ese canto, esa música sin instrumentos, esa liturgia suspendida en el aire, mientras nosotros, niños absortos, lo escuchábamos sin comprender que era la eternidad la que se nos estaba revelando.
El día uno de julio era distinto, siempre distinto, porque amanecía con voladores abriendo el cielo, con los altavoces derramando el Pasodoble Islas Canarias, solemne, vibrante, inevitable, cayendo sobre las casas de colores como una marea sonora. Y aquel pasodoble era la campana mayor de nuestro mundo pequeño, el aldabonazo que marcaba el comienzo del verano verdadero, el de las fiestas, el de la risa, el del júbilo compartido. Después llegaban los juegos en la plaza, carreras, saltos, premios mínimos que parecían tesoros, gritos que levantaban polvo y alegría, y, al final de la tarde, la chocolatada espesa, caliente, que nos manchaba la boca de dulce y la memoria de felicidad.
Las tribunas, cubiertas de pencas verdes, parecían palacios improvisados para una nobleza popular sin corona, y las orquestas, con bajos profundos, trompetas brillantes y guitarras incansables, derramaban boleros, merengues, salsas, pasodobles, hasta convertir la noche entera en música. Y nosotros estrenábamos ropa nueva, porque la fiesta exigía otro cuerpo, otra luz, otra manera de sonreír, y el pueblo entero se transformaba, más grande, más vivo, más nuestro que nunca.
Las tardes eran de mesas largas, con mantel de hule y papas guisadas, con pescado fresco y vino para los mayores, con refrescos y helados para nosotros, con sobremesas dilatadas, conversaciones sin prisa, risas que parecían eternas, y después, con la fresca, la calle otra vez, para correr, para inventar mundos, para jugar hasta que la noche nos envolvía en la música y la pólvora, y el cielo, encendido por los voladores, parecía también celebrar con nosotros.
Las ventas eran templos humildes, con pan caliente, con refrescos en botellas de vidrio sudorosas de frío, con chucherías que brillaban en los estantes como tesoros, con promesas pequeñas que parecían grandes. El pueblo hervía, con rumor de pasos, con saludos y promesas, con encuentros furtivos bajo las luces eléctricas, y todo tenía la densidad de lo irrepetible, la certeza de que, aunque cada julio volviera, la infancia no volvería nunca igual, porque la infancia siempre se escapa, como el agua entre las manos.
Yo soy y fui feliz en Playa Santiago, entre colchonetas rojas y azules, entre boyas de corchopán y papelillos que cantaban con la brisa marina, entre el Pasodoble Islas Canarias y los voladores, entre las playas de callaos ardientes y la chocolatada espesa, con primos y amigos, con orquestas y ventas, con la inocencia luminosa de aquellos julios que no volverán y que, sin embargo, siguen intactos, encendidos en mi memoria, como un sol que nunca se apaga.